Un rectángulo negro



Hubo días en que la mañana era roja. Era aquel chapuzón de sangre sobre las nubes, con olor a cavernas húmedas de lluvia vieja, y aquel olor a carne rancia.

De noche nos cubríamos com harapos de los que se habían ido, o de los comidos; de día dormíamos o andábamos inquietos por matagales, pedreguyos, por el barro de la lluvia nocturna. Llegábamos a las montañas y gritábamos para asustar a las fieras, y poder comer tranquilos los rasgos de carne de los que se habían ido. A veces faltaba fuego, a veces paciencia para hacerlo. Pero eran un lento y agradable subsistir, principalmente en el momento de sentir la presa en nuestras garras. Así que era más fácil (mas exultante!) aullar desde un monte y espantar a los Hambrientos.

Generalmente los Hambrientos eran muchos, y las batallas eran fuleras -ellos llenos de hambre y rabia, nosotros mucho más robustos y furtivos en la noche. Pero siempre los asaltábamos con facilidad, nos ayudaba el pánico que se creaba en nuestros ataques.

Los caídos eran despedazados y compartidos, y podíamos aún guardar carne para otros días. Esto continuó un buien tiempo en el que los Hambrientos no tenían más remedio que huir para vivir, y dormir con un ojo abierto. Pero después comencé a notar sutiles mudanzas de comportamiento, que dificultaban nuestra alegría.

En un atardecer sin cazada, sin pensarlo mucho (los Devoravores somos así: impulsivos), fui a vigilarlos. Siempre fui un buen cazador, mi caminata es promesa de carne fresca, y talvez por eso algunos de los Devoradores me hayan seguido de lejos.

Fui a acechar el campamento de Hambrientos, y me imitaron, escondiéndose por cerca.

Vimos a uno de ellos en el centro del círculo; un sonido fuera de lo común salía de su boca, un canto calmo, algo monótono. Lancé un gruñido inconsciente, y casi me descubrieron. Pero el Hambriento continuó cantando y los otros se concentraban en su canto enérgico. Las estrellas lo iluminaban, y el fuego en su espalda me trajo una tenebrosa sensación de que era muy poderoso.

Entonces emergió de las sombras un rectángulo negro, sostenido por el Hambriento que vociferaba. Todos ellos se juntaron a mirar aquel rectángulo, y algunos gritaban también de esa forma pausada, y pronto me di cuenta que era aquel secreto era su poder.

En silencio, les apunté aquello a los míos, y a la voz de uno de nosotros, nos lanzamos así como nos gusta, gritando y rugiendo. Para mi sorpresa, no salieron corriendo despavoridos, cuada uno para un lado, como era costumbre, y como nosotros deseábamos, si no que se mantuvieron en un grupo compacto. Varios jóvenes tomaron troncos finos con los que nos castigaban cuando llegábamos cerca. Los fuimos rodeando, hasta que, mientras uno los distrajo y se recibió varios muchos terribles golpes en los ombros y la cabeza, yo me lancé contra aquel que sostenía el rectángulo. Lo empujé y me apoderé del objeto, que pesaba poco, y salí en estampida, seguido de los otros. No conseguimos comida, pero les robamos aquel rectángulo sagrado.

Esa noche, así como las tres última habían sido, no tuvimos nada para comer. El hambre me dolía el cuerpo. Pasé la noche y gran parte del día siguiente intentando descubrir el poder de aquel rectángulo. Pero por más que lo examiné, no conseguí descubrir su misterio, y acabé cansándome y arrojando el rectángulo negro desde el peñasco donde estaba. Si yo no lo entendía, por lo menos los Hambrientos no lo tenían, y era eso que yo quería.

Más tarde nos encontramos nuevamente con la horda de Hambrientos. Venían siguiéndonos por la llanura, y la perfecta organización con la cual avanzaban ocupando puntos estratégicos, me hizo pensar que su objectivo era acorralarnos.

Poco a poco nos comenzaron a cerrar el paso, y en campo abierto estábamos indefensos. Acabábamos de dejar las montañas, nuestro lugar más seguro. La mayoría de los Hambrientos continuaba la masa de desesperados de siempre, pero la mirada de algunos había cambiado para algo siniestro.

Lo peor era que siempre habíamos sido nosotros los que los acorralábamos, y sentirme en la posición que muchos de elos había sentido aumentó mi angustia. Aún corriendo velozmente, vi que irremediablemente se acercaban. Alcanzaban a los Devoradores ... y los dejaban huir. Era a mí que buscaban, era a aquel rectángulo negro!

Aceleré el paso, pero mirar para atrás tantas veces mi hizo tropezar, y caí. Estaba perdido. Era ridículo: mis amigos huían a salvo mientras yo, un Devorador que salta de piedra en piedra en un acantilado, había tropezado en plena llanura para ser atrapado por una horda de Hambrientos. Creo que era el destino, un día me atraparían...

Me rodearon, y entre cuatro o cinco consiguieron inmobilizarme, y me sacaron las ropas, pasando a revistarlas y luego a arrojarlas al ver que el rectángulo no estaba allí. Me miraban con un ódio profundo grabado en sus ojos fulminantes. Gritaron uno a uno de aquella manera extraña que tenía esa horda, como en un ritual. No con aquellos lindos aullidos que sólo los Devoradores sabemos dar, sino en una serie de sonidos diferentes.

Me libré de los Hambrientos que me sujetaban con un movimiento de látigo con el que dos de ellos fueron empujados para los lados. Cuando estaban por volver a sostenerme, fui para el lado de donde había venido, caminando a paso seguro hacia las montañas. Me volví para atrás, y aquel antiguo poseedor del rectángulo mágico me miró intrigado.

En un instante de silencio y asombro nuestros ojos se encontraron y algo inexplicable ocurrió. Fue como si toda mi angustia, mi terrible miedo y mi resolución de recuperar el objecto perdido se hubiesen fundido en algún lugar de mi cráneo, de donde el Hambriento capturó mi pensamiento; y así me dejó para que fuese en busca del rectángulo, hacia las montañas.

Llegando al peñasco, muchos, casi todos, relutaron en subir, y prefirieron dividirse en las tareas de recoger frutos y raíces para comer, y vigilarme para que no me escapara. Para el líder, que me seguía obstinadamente, fue una subida desgastante, al punto de tener que bajar para ayudarlo. El Hambriento me miraba intrigado, talvez no creía que iría a devolverle el pedazo rectangular de madera.

Él se acuclilló, abriéndolo con cuidado por el lado resgado y entonando alguna canción seria, apuntando con un solo dedo para una franja negra. Creo que hasta el Hambriento percibió que era éramos diferentes, porque se levantó y comenzó a bajar. Lo seguí también, era inútil intentar huir.

El líder me ató a una cuerda el pescuezo, pies y manos. Así me llevaron con ellos a empujones y patadas. Bueno, yo agradecí estar vivo, porque ya había matado a varios de la horda.

Me alimentaron y me patearon el resto del día y de la noche. Curiosamente, el líder Hambriento me defendió de varios que quisieron hacerme realmente mal. Parece que tenía un código: podían patearme, pegarme, escupirme, pero nada más.

A la mañana del otro día, bien temprano, fuimos a la floresta próxima algunos jóvenes, el líder y yo. Buscamos presas juntos, y aún atado, olí un cerdo que andaba por aí. Mientras ellos se encargaban de acorralarlo, yo llevaba al líder hasta donde el cerdo iría. El líder estaba con una arma muy rudimentaria, con una piedra pésimamente atada en la punta. Intentó acertar el cerdo, pero falló pues la punta de piedra balanceaba. Me tiré encima del cerdo, mordiéndole el cuello hasta que estuve seguro de que no respiraba hacían minutos.

Entonces los jóvenes me separaron de la presa (no sin mucho esfuerzo, pues el sabor de la cazada me había dado fuerzas), acabaron de matarla y la ataron. Dos jóvenes la llevaron de vuelta su campamento, pero, aunque continuamos del mismo modo, no conseguimos cazar más nada en lo que restó del día.

El líder pasó buena parte de la noche canturreando al centro de la foguera. Miraba el rectángulo negro, cortaba las entrañas del cerdo con piedras afiladas, hasta lograr varias cuerdas finas, que colgó cerca del fuego. Me miraba, canturreaba y los Hambrientos reían.

Días después, durante la cazada matinal, el líder no apareció y fuimos a cazar cuatro Hambrientos y yo. Encontramos al inicio del día un venado, al otro lado del río. La cazada duró toda la mañana, pues los imberbes ruidosos me seguían para no dejarme huir, dejando que el venado los huela. Y apareció el líder, cargando algo en su espalda que no supe qué era.

Mandó que me sacaran todas las ataduras, y salí al galope corto atrás del venado.

Algo nos dice a los Devoradores lo que una presa va a hacer, y sus sentimientos. Sabemos cuando una presa siente miedo, cuando aún con el miedo decide luchar, cuando se entrega, para donde cree que es mejor huir. Existe una secreta alianza mental entre Devorador y presa, la misma que nos hace a nosotros Devoradores y a ellos presas. Está todo en sus pupilas brillantes, oscurecidas por las sombras de la muerte. Así que, fui por arriba para interceptarlo. El venado continuaba corriendo, ahora abajo mío, mirando para atrás y buscándome, desconcertado.

Y salté sobre él, con la mala suerte de que me oyó en el último instante. Brincó para adelante, lo pude derrubar con mis garras, pero caí a un metro de distancia. Un instante después de caer sabía que el sería lo bastante ágil como para levantarse y correr, así que, aún en el suelo aferré mis patas a las de él, y con un impulsó subí a sus ancas, pero el venado fue más rápido y se zafó, pateándome en el ombro.

Cuando caí, un zumbido cruzó el espacio y oí un gemido corto del venado, que cayó para adelante. Lo miré, y descubrí con espanto que tenía una rama afilada en la garganta. Aún se movía, pero se había entregado, y yo, estupefacto, pude ver al líder Hambriento de donde yo me había lanzado. Sostenía una rama curvada, atada en sus extremidades por una de aquellas tiras de las entrañas del cerdo.

Cargó su arma con otra rama afilada, apuntando al animal en su centro. El disparo fue fulminante, y algo de mí murió junto al venado... el Hambriento era un cazador ahora. Entendí también por qué me había soltado, pues, al mismo momento que pensaba en huir, vi su arma, al venado, y vi claramente que mi suerte estaba sellada.

Los jóvenes se reunieron para ver cómo moría, y el líder me sonrió como nunca había hecho. Me apuntó una de las cosas,... pensé en millonésimas de segundo intentando entender lo que tendría que hacer para salvarme. Sí, había una salida, y era correr, correr hasta morir, pero correr esquivando siempre, derrumbándose al suelo, y continuar corriendo.

Tuve la inmensa suerte de me acertara una sola vez, y de que, mientras corría alucinado cayera por un barranco, gritando, el pedazo de rama afilada incrustada en mi ombro izquierdo. Su arma era un éxito, y estaban tan animados que no me buscaron mucho tiempo, ni quisieron bajar al pequeño lago enlodado donde yo me escondí medio sumergido.

Sobreviví, aunque mi brazo izquierdo nunca más fue el mismo.

La mañanas ahora son tranquilas. Pero cuando baja el sol es el momento de los Hambrientos y sus armas fulminantes; y, nos cazan como a liebres.


________________________________________________________ Fin